He aquí la otra identidad del sur de Francia. La que huele a tomillo y romero. La que da color a los olivos centenarios. La que vive al ritmo de las estaciones de la viña.
Aquí, en la llanura de Languedoc, la naturaleza conserva sus rasgos de antaño. La vida se toma su tiempo a la sombra
de las callejuelas de los pueblos pintorescos,
acunada al son de las cigarras.
Los reflejos de calor ondulante a lo lejos, en lo alto de las colinas, dejan entrever que estos paisajes son una perfecta transición entre el mar de brisas refrescantes, tan cercano,
y la montaña que, como una terraza natural,
domina toda la región.
Desde tiempos inmemoriales, los hombres han recorrido estas tierras por los caminos de peregrinaje, que son las rutas de senderismo, las pistas de bicicleta de montaña o los itinerarios ecuestres de nuestros días.
Aquí, en verano, el calor puede ser tórrido si no lo atempera ninguna brisa. Más que en otros lugares, la temporada estival suele alargarse entre la montaña de Languedoc y el Mediterráneo. Las escasas lluvias de otoño se eclipsan ante los destellos rojizos de la vegetación. Y el invierno
suele ser suave. La eclosión de colores y aromas
resurge en la primavera, cuando la llanura
languedociana exhibe sus atavíos.